Por Angélica Valle
Cuando empezamos a crecer, a pensar en el futuro, en la carrera profesional que haremos, o simplemente pensar cómo nos veremos en los siguientes años, por lo general, somos animados a fijar metas, a perseverar y tratar de alcanzarlas mediante el esfuerzo y el trabajo.
Así, fijando metas, derribando obstáculos y enraizando la perseverancia es como alcanzamos nuestros sueños, nos colocamos en un sitio dentro de la sociedad en la que vivimos.
Ser perseverante es una característica casi nata del ser humano, si lo vemos desde que estamos en el vientre materno y buscamos salir para nacer, de ahí en delante casi todas las acciones humanas se convierten en alcanzar una meta.
De esa forma se han logrado muchos avances, técnicos, científicos de cualquier tipo.
Sin embargo, cuando la perseverancia se vuelve persistencia a costa de lo que sea, aún de la vida de otros, la situación en el ser humano cambia radicalmente. El querer hacer algo, modificar una situación o cosa, cambiar la forma de pensar de los demás, sin mediar el costo, se vuelve entonces una necedad… empieza a faltar el razonamiento.
Más si a ello le agregamos que el querer alcanzar o lograr lo que queremos se vuelve una constante diaria, se traduce en empecinamiento, algo nos está pasando. Algo que empieza a nublar la mente y en consecuencia la razón.
Querer ser presidente de una nación puede ser una estupenda aspiración. Lograr ser presidente de una nación, sin duda es alcanzar la meta. Ser un presidente, es consolidar la perseverancia de años atrás.
Ser presidente de una nación, conlleva saber tomar decisiones y tomarlas sin escudarse en supuestas consultas a los ciudadanos, significa representar el Poder Ejecutivo que le confiere el haber alcanzado esa posición.
Pero… ser un presidente de una nación donde sólo imperen mis razonamientos y los fundamente en la elección de menos del 1 por ciento de la población, y los enarbole como resultado de la democracia, es, muy probablemente, estar enfermo.