Por: Fernanda Mata

Tres de la mañana, madrugada normal, yo en el baño como cada día a la misma hora; al despertar, sed incontrolable y boca seca, como cada día; el despertador, no lo atendía a la hora que me mandaba la señal sino cuando mi fatiga extrema decidía disolverse tantito y regresarme las ganas de levantarme, como cada día; de mi rutina diaria ni hablamos, la hacía en automático, sin esmero y sin ganas de nada y, de pronto ¡taran! Diagnóstico: Diabetes. En medio del llanto (siendo mi primer sentimiento), me visualizaba ya perdida, amputada de alguna extremidad no sin antes pasar primero por mi autoestima, en fin, eran una serie de imágenes trágicas que llegaban a mi mente. Después, conforme conocí la enfermedad, me relajé, pues, 14 millones de mexicanos viven con ella, así que, qué más daba tenerla.

Ese era mi pensar. Que más me daba tenerla, ya empezaba a familiarizarme con el enemigo, incluso, a tomarle la medida. Sabía que si me destrampaba solo era cuestión de tomar mi medicamento y abstenerme de gustitos culposos y seguir por unos días, las recomendaciones del doctor… que si el ejercicio, que si bájale al estrés, que si buena alimentación y sueño, etc…

¡Oh no! Eso no es la diabetes, es más silenciosa y agresiva de lo que podemos creer, pero no lo entendí hasta que vi a mi amado papá en una cama de hospital haciéndole maniobras para estabilizarlo cubriendo facturas de treinta y tantos años atrás. Aparentemente era otra enfermedad hasta que los médicos nos confirmaron que todo, todo era derivado de la diabetes mal atendida. Hoy saco mis conclusiones:

  1. Hay indicios sutiles que van diciéndote que cambies la ruta y, al no hacerles caso, esas delicadas llamadas de atención se convierten en punzadas constantes hasta volverse emocional y físicamente insostenibles. A esas señales, en el mundo de los mortales, las llamaremos INCOMODIDADES.
  2. Podemos no estar en el mejor momento de nuestras vidas, sentir que mucho de lo que hay a nuestro alrededor no es lo que nos encantaría que permaneciera en ella, sin embargo, hagámonos un favor y deslindemos la normalización de sentirnos incómodos como parte de la resignación que muchos adoptamos cuando estamos en esas circunstancias casuales de nuestra vida. No normalizar nada, es la sugerencia… no funciona hacerlo.

No me había dado cuenta que ese cuete o las chinches en la espalda baja, son justamente la manifestación clara y física de La incomodidad y lo mejor es que, lejos de angustiarme o ponerme mal, sentir esos piquetes son las señales divinas que todos esperan recibir cuando algo no anda del todo bien. Nos hacen reaccionar, movernos hacia lo que nos haga sentir estables, tranquilos, cómodos; nos redirige a una posibilidad de hacer cosas distintas para sentirnos de igual manera. Moverse después de la incomodidad nos curte como estrategas para intervenir oportunamente en momentos de peligro, de alerta, de posibles escenarios de tragedia. Mi ejemplo fue sobre la diabetes y cómo normalicé mis malestares (incomodidades) hasta que vi, en mi papá, lo que podía pasar conmigo si continuaba con esa condición de “a mí no me va a pasar”. Deja te presumo, antes de continuar. Ya di mis primeros pasos de movilidad física, pues después de décadas de fumar en promedio una cajetilla diaria, lo dejé. Cero fácil, lo confieso, todos los días era una ansiedad terrible, pero esa escena de ver a mi papá enfermo más la incertidumbre de no saber el final de la historia, manifestó a la incomodidad como si trajera polvos “pica pica” en las sentaderas y entonces sucedió: me movió y hoy, veo los beneficios de ello y doy gracias. Gracias por moverme, por atreverme y por la chance concedida y, por supuesto, gracias por la vida de mi papá.

En fin, como te escribía, esto no es sobre la enfermedad, es sobre la fascinante movilidad que podemos tener ante la sensación que provoca un malestar, del cómo lo abordamos y en lo que nos convertimos cuando tomamos acción.

Un día platicando con mi hija, le dije: si algo te hace sentir incomoda, no eres de ahí. La fórmula lleva algo de tu propia intuición y aplica en situaciones, personas, palabras, tocamientos, pensamientos y/o cualquier cosa que te ponga cara de fuchi.

¿En quién me convierto después de darle solución a la incomodidad? ¿cómo me hace sentir eso? Cuestionarse después de tomar acción de “algo” es un ejercicio realmente poderoso, pues es una invitación directa a la introspección, al no hacerte pato solito… Los ejemplos son interminables. Podemos hablar del jefe castrante que tiene por afición humillar al compañero de trabajo, del acosador, de dolor de cabeza constante, de la colitis, del pedazo de mosquitero que falta en mi puerta y por donde se mete el mosquito que no deja dormir, etc. Y la pregunta será siempre la misma: ¿hasta cuándo te vas a mover de la incomodidad que te provoca ello? No respondas, solo observa las repercusiones físicas, emocionales, espirituales, materiales, personales y/o profesionales que ha tenido tu vida. Y otro tip, si no te gusta y sigues ahí, posiblemente ya hayas normalizado y eso a larga, sale por algún lado, posiblemente lo identificarás como resignación, depresión, amargura, enfermedad, cortisol elevada, o quién sabe con qué otro nombre se presente. Mejor, siempre cómodos, nunca incómodos.