Por: Fernanda Mata

José Luis, un hondureño de treinta y cuatro años, padre de familia con un bebé de dos años, una niña de cinco y una esposa con tres meses de embarazo.

Un día por la mañana Pepe despierta y con mirada angustiada observa a su familia tendida en el piso con unas colchonetas desgastadas en donde apenas y podían amortiguar su descanso, voltea la mirada arriba y ve un par de láminas remachadas con unos cuantos tornillos oxidados con los que se sostienen sus cuatro paredes donde guarda las ganas y los sueños que tiene para salir de ellas; no hay lempiras en su cartera y mucho menos un trabajo estable que se los dé; en el refrigerador solo queda la ilusión de verlo lleno o, por lo menos, con lo básico para alimentarse; del servicio médico y acceso a la educación para sus hijos, ni hablamos pues es prácticamente invisible…

Con las manos sobre su cabeza, de pronto vino a él una luz fuerte vestida de dignidad, era tan radiante, tan incierta como valiente, tan dolorosa como alentadora que Pepe, sin dudarlo, propuso a su familia migrar a otro país. Él, al lado de ellos y junto con cientos de compatriotas, siguen actualmente en esa travesía sin saber qué les depara el futuro, pero con un propósito muy claro: una mejor vida que desgraciadamente su país no se los pudo dar.

Al conocer ésta, la historia de Pepe, y como muchas de las historias de migrantes, es inevitable que cimbren mi corazón pues, no puedo siquiera imaginar tantos y tantos días de lucha, hambre, desesperación, incertidumbre, desolación y cuantimás situaciones adversas que hay de cada una de esas familias que vemos en el noticiero cuando nos dicen que una nueva caravana de migrantes ha llegado a nuestro país.

Si algo me alecciona de todo ello, es el temple que han tenido para tomar un decisión, que si bien es incierta, resulta sumamente esperanzadora para ellos.

Entonces deciden, con esa ilusión, que es hora de emprender un nuevo camino hacia una ruta que por demás decirlo estaría inmerso en un sacrificio desmedido, es decir, para ellos resulta además de cansado, largo y agotador un viaje muy doloroso,  pues están abandonando a su patria, sus raíces y su cultura; implica también, un camino lleno de riesgos y peligros propios de la nubosidad derivada de la incertidumbre y de los tantos “no” con los que se toparán y, lo más triste, es que cada paso significa alejarse y dejar atrás tus vivencias para convertirlas en recuerdos, significa sepultar tu vida entera para entonces, con mucho mayor impulso, dar inicio a otra. Pero sin duda, lo que más admiro en ellos, son las agallas que tuvieron para anteponer por sobre todas las situaciones/emociones/sentimientos el gran respeto y amor que se le debe tener a la vida para mantener su dignidad como persona en una sola pieza y no permitir que las circunstancias los convirtiesen en un tapete incrustado al piso por donde todo y todos podían pasar.

Cuando hablamos de dignidad, lo hacemos refiriéndonos a uno de los más intocables y sagrados dones que podemos tener como seres humanos. Imagínate que ella es como un mecanismo diseñado perfectamente para prenderse inmediatamente después de un atropello emocional o alguna discrepancia de la vida misma o con las personas que nos rodean; es un par de manos de metal fuertes e irrompibles y, mientras una te levanta la cara después de cada caída; la otra mano, te da una palmada de ánimo en la espalda invitándote a seguir adelante. La dignidad es una herramienta de las más sabias que podemos tener al alcance y que no requiere de ningún financiamiento para poder adquirirla; es gratis, fácil de usar porque tú le das las instrucciones, y tiene garantía vitalicia, es decir, si la pierdes por cualquiera que sea la razón, la puedes recuperar; se acciona después de cada episodio fuerte y traumático que hayas tenido siempre y cuando la actives con una decisión que esté basada en el precepto de saberte merecedor de algo.

Pepe hoy nos invita a migrar a una de las plataformas más enriquecedoras y poderosas ya que solo es dirigida, consensuada y construida por uno mismo. Nos marca una directriz sobre la importancia que tiene dignificar tu vida, es decir, de potenciar esa cualidad de darte tu justo valor como persona. Una persona digna se comporta con responsabilidad, seriedad, congruencia y con un alto grado de respeto y compromiso de la integridad que se necesita para sí mismo y para los demás y no permite que nada lo rebase.

La vida nos lleva por caminos insospechados, en algunas ocasiones son elegidos y otras tantas, las condiciones nos obligan a movernos de manera forzosa, para ésta en particular, a veces nos tienen que dar un empujoncito para poder tomar otras decisiones porque si no, por voluntad propia no lo hacemos dígase por cobardía, por monotonía, por lo que “gustes y mandes” pero no lo hacemos…  La historia de Pepe, nos confirma que no debemos esperar a que la esperanza y la fe muera para actuar, nos hace reflexionar para que  también no sigamos permitiendo que ese jefe indolente e ingrato, con sus humillaciones, malos tratos y pagos siga barriendo y trapeando el piso con nosotros como aquel viejo mártir de la novela “Gutierritos”; nos dice también, que nadie ni nada puede trasgredir nuestro valor individual, ni tampoco permitir que las circunstancias o las personas se entrometan en nuestra voluntad y mucho menos, cederle ese poder al miedo por la falta de autoestima o autoconfianza.

Metafóricamente es decir como Pepe: ¡me voy de migrante! y actúo en consecuencia… me tomo de una mano junto con mi familia sabiendo que son parte vital de mi existencia y de la otra, levanto la bandera de la dignidad para caminar a paso firme e independiente y con la frente en alto, tan lleno de valor y bajo el entendimiento que no importa cuán difícil, injusta, dispareja y absurda sea la vida… En resumidas cuentas, simplemente elijo migrar al lugar donde me pueda enaltecer como ser humano con todas las imperfecciones que emanen de mí junto con la gallardía que se requiera para mantenerme con caridad en el corazón pero con firmeza de acción y ya por último, agarro el tapete, lo sacudo, lo hago rollito, lo encinto y lo destruyo para que no vuelva a ser pisado ni por el “jefe”, ni por el hambre, ni por el miedo, ni por el maltrato, ni por incertidumbre, ni por desesperanza, ni por absolutamente nada que me reste valor como persona.